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Miquel Barceló

Texto de la conferencia que pronunció el pintor Miquel Barceló el 23 de octubre en la Universidad de Oviedo, la víspera de recibir el Príncipe de Asturias de las Artes de 2003

Cada día que no puedo pintar queriendo es una tragedia. Cada vez que pinto,también. Pero una tragedia distinta, un desastre más bien, pero al menos estoy obligado a pintar. Todo consiste en repintar. Borges decía que ya no leía nada, que sólo releía. Uno siempre repinta. Nunca pinto mejor que cuando me están esperando en otra parte. Un sistema infalible para pintar con provecho es tener otra cosa urgente que hacer. Hace años que me di cuenta de que pintaba mejor si se suponía que tendría que estar cocinando para mis amigos, o cuando mi ausencia inexcusable evitaba que empezara algún banquete en el que hubiera tenido que hablar, por ejemplo. Entonces, con frenesí y con cierto malestar exquisito empiezo cuadros sin esperanza y sin preocuparme de acabar los anteriores, como una especie de huida hacia adelante, con la ligereza inquieta con la que dibujaba obscenidades en mis cuadernos escolares durante las clases. A veces pienso que es una forma de sacrificio propiciatorio a mis cuadros o una ligera perversión. Hace más de veinte años el elogio mayor que se podía hacer de un artista era destacar su coherencia. Por una razón u otra, los profesores y los artistas que me gustaban entonces menos eran estrictamente coherentes. Consigo mismos, se solía siempre añadir. Yo, en cambio, sólo conseguí escabullirme, si es que lo conseguí, asumiendo mi completa incoherencia, mis permanentes contradicciones, haciendo de ello una cuestión de estilo. Sólo hay estilo, nada más. Parece un eslogan de publicidad, de perfume masculino. Hay un texto magnífico de Céline sobre ello. Me cuesta hablar de mis cuadros. Aunque debería hablar tan sólo de pintura, de mi pintura en mi taller, no puedo evitar que se cuele por la ventana la realidad exterior. Un amigo me hizo notar hace unos días, y ya me había dado cuenta, lo mucho que se parecía la imagen fotográfica de esta barcaza con somalíes muertos o moribundos en las costas de Lampedusa a mis cuadros de barcazas y piraguas africanas cargadas degente -viva, eso sí- que pinté hace doce años entre África y Europa. Este último año en Italia, mientras trabajaba intensamente en la capilla de Sant Pere de la Catedral de Palma, no dejaba de pensar en la absurda e injusta guerra de Irak. Me preguntaba si acabaría yo primero o la guerra. Después pensé que en cualquier trabajo que hubiera estado haciendo, siempre habría una guerra por ahí en marcha: en África, en Asia, en los Balcanes, en Palestina. Probablemente más de una a la vez. Tal vez menos exuberante televisivamente hablando que la última de Irak, pero igual de terrible. ¿Quién era este escritor que llamaba a la CNN la cadena perpetua? Mi trabajo cerámico en Nápoles se acabó a principios de verano, la guerra no se sabe muy bien. Por la ventana de mi taller, el plácido mar Mediterráneo parecía un ruedo de toros, con algunos frágiles burladeros para protegernos, definitivamente insuficientes ante la vergüenza de saber que a pocas millas se muere de frío y de hambre en frágiles embarcaciones y que pocos kilómetros más allá bombas inteligentes de guerras preventivas provocan muerte y destrucción. Ahora me doy cuenta de que cada vez que tuve que dar conferencias, pocas y semi improvisadas, he mentido sistemáticamente. No en cosas muy importantes, ni en nada fundamental, pero sí en pequeños detalles. Por ejemplo, digo que nací el año de la muerte de Jackson Pollock. Queda muy bien, pero Pollock murió en el 56 y yo nací en el 57. En enero, pero del 57. Ello me sirve, de todas formas, para trenzar una historia del arte. Pollock nació el año de la muerte de Monet, Monet nació el año de la muerte de Rembrandt, que nació el año de la muerte de Caravaggio, Giorgione, tal vez Masaccio, Giotto, Duccio... en fin, hasta una nacimiento incierto. Estas imposturas o inexactitudes más o menos deliberadas me sirven para hacerme un sitio en la historia del arte. De mala manera, pero un sitio. Que nací en Mallorca, Felanitx, aseguro que es cierto. Que la vida todavía muy agreste yanfibia de mis primeros años fue fundamental en el desarrollo de una cierta estética personal parece evidente. Pero lo es mucho más la terrible angustia de ver deteriorarse y degradarse el territorio de mi infancia a una velocidad de vértigo. La combinación de codicia y estupidez ha dado en Mallorca resultados catastróficos. Seguramente yo uso en mi trabajo las sensaciones terriblemente sensuales y terrestres de pescar llampugues amarillo limón plateado; de sentir en la boca el temblor eléctrico de las quisquillas vivas, que comemos crudas a la vez que las usamos de cebo acopladas al anzuelo para pescar raons, con sus colores de puesta de sol en Arcadia; del efecto de morder un pulpo entre los ojos para matarlo, sólo así certero y eficaz, y la tinta ya inútil tiñendo el agua de negro. Lo que ahora resulta determinante en mi estética no es tanto el poseer este universo mediterráneo que hemos aprendido a reconocer en Mallorca, o en Atenas, o en Pompeya, sino su pérdida irremediable, no por desgracias insondables ni cataclismos impredecibles. Esta combinación de ignorancia, codicia y estupidez produce resultados más terribles. En una isla de apenas 50 kilómetros se pretenden construir autopistas, doblar la capacidad de un aeropuerto ya desmesurado, incluso tendremos derecho a un campo de polo, con su consiguiente urbanización, en uno de los parajes más vírgenes y más secos de la isla. Podría continuar horas y horas la lista de desaguisados, pasados y previstos, enormes en un país tan pequeño. Les cuento todo esto porque el premio Príncipe de Asturias de las Artes que tuve el honor de recibir se argumenta en mi aportación al arte con una estética mediterránea.
Probablemente es cierto, puesto que al fin y al cabo, uno no escoge su estética, al menos no tanto como uno pretende. Pero este mundo mediterráneo está ahora debajo de gruesas capas de hormigón y son otras lenguas ya las que se oyen en los muelles, donde velocísimas máquinas marinas ocupan el
lugar de los desaparecidos y lentos llaüts. Joan Miró, el mejor artista que ha trabajado en Mallorca, a finales de los 70 y preguntado sobre la presión urbanística y de la industria turística de Mallorca, dijo: "Los mallorquines
son tontos". Y eso que era un hombre parco en palabras. Es curioso que jamás se cite esta frase de Miró, del que en Mallorca usan y abusan de sus estrellitas y lunas como anagrama de dudosas empresas, mientras se deja en el marasmo más absoluto la fundación que tuvo a bien dejarnos a los mallorquines. Parece que los mallorquines hacemos todo lo posible para darle la razón. Quería hacer hincapié no sólo en el hecho de cómo afecta a un artista como yo la insularidad, que desde luego es mucho, sino esa otra insularidad que deja pocas opciones: la ceguera, la resignación o la complicidad. ¿Qué tiene que ver eso con el arte, con el mío en particular?
Todo, absolutamente. En los últimos 25 años, tal vez los mismos en los que se ha consumado la destrucción de los últimos enclaves mediterráneos naturales, ha aumentado de una forma general el desequilibrio económico en el mundo. La diferencia con el llamado Tercer Mundo es ya abismal e irrecuperable. Eso sí, todos los países del Tercer Mundo tienen no sólo el derecho sino el deber de comprarnos armas de penúltima generación con todos los créditos posibles de Occidente. Y decimos Occidente para abreviar. Desde hace quince años paso parte de mi tiempo en África, en Mali. Ahí he visto degradarse, desagregarse, la situación económica, política y social hasta llegar a la situación de preguerra casi generalizada en la región. En países
del África negra, de tradición sincretista y animista, con un mosaico étnico y religioso, la situación degenera hasta resumirse en un conflicto armado entre el norte musulmán y pobre contra el sur más o menos cristiano y algo menos pobre. Parece una caricatura, pero es sorprendente la frecuencia con que aparece esta situación. No he podido evitar pensar en el paralelo entre la degradacióndelos últimos espacios vírgenes africanos o la degeneración de mi isla natal por razones totalmente distintas: el turismo, la degradación, la pérdida de territorio, la pérdida de poder adquisitivo. Un mallorquín no puede ni siquiera comprarse un piso ni un amarre para su barca y un dogón no puede comprar ni un pollo ni una bicicleta. El mundo se está dividiendo entre terroristas y víctimas del terrorismo, en buenos y malos, como decía, no se sabe sin con absoluto cinismo, el presidente de Estados Unidos. Esta simplificación aterradora afecta también, cómo no, a las artes.
Al arte todo le afecta siempre. Así, nos encontramos el arte convertido en espectáculo, en entertainment casi generalizado, con museos que se parecen cada vez más los unos a los otros en continente y en contenido, como Eurodisney y Disneylandia, como en esas absurdas cadenas en las que uno come lo mismo en el mismo decorado en Minessotta, en Varsovia o en Lyon. A mí me gustan más las obras de arte que la historia del arte. La historia del arte la fabrican, o deberían fabricarla, los artistas con sus imposturas, como ese pequeño juego genealógico del que escribía al principio, cuya consecuencia no es sólo rodearme de buenas compañías sino comprobar que Masaccio o el maestro de la Virgen albina no son episodios remotos de un pasado perdido sino mis contemporáneos, movidos por los mismos afanes y las mismas ansias. El arte como metáfora permanentemente móvil y cambiante del Universo, una visión global del mundo, una pintura que establezca relaciones con el mundo, no ya representándolo, una visión en profundidad ante las estandarizadas miradas superficiales. Esto lo dice alguien que siente un profundo amor por la superficie de las cosas, aunque en mi pintura acaben siempre destripadas, abiertas, desgarradas, enseñando sus entrañas. El arte no es un reflejo de la vida, sino una forma de vida y una bien extraña forma de vida. Pienso en una pintura que suceda con la misma elegancia cruel que la naturaleza,sin jerarquías ni explicaciones. Podríamos decir, como nuestros mayores, que se aprende a pintar observando la naturaleza. Tal vez por eso de mayor tuve que ir a pintar hasta Gaba, al borde del río Níger, a temperaturas extremas, no sólo para escapar a la obscena vacuidad occidental, también para retomar contacto con la tierra. Aunque África inmediatamente me remitió al mundo salvaje, sucio y feliz de mi infancia.
Veo el continente africano arruinado y armado, endeudado y enfermo, del que nos llegan sólo imágenes de mutilación, fragmentos, pedazos de máscaras, de ceremonias olvidadas, barcazas llenas de muertos, que sólo consiguen penetrar nuestra cómoda fortaleza europea en forma de cadáver, de esclavo o de fragmento. François Augeras decía que África es el último campo de experiencias de Occidente. Tal vez por la situación de desahucio permanente del africano todo adquiere ahí una intensidad única. La intensidad que posee el mundo de la infancia. Posiblemente, la claridad diáfana cuando vemos el mundo bajo los efectos del LSD, por ejemplo. Y también una compasión y una tristeza infinitas. "La simiente de simiente de poeta, dejando de lado la indispensable capacidad técnica, es la fuerza de la tristeza", decía Marina Tsevetaeva. Lawrence de Arabia escribió: "Uno deja de ser inglés pero no se convierte en árabe". La técnica progresa posiblemente, y el deporte tal vez, y la ciencia... la historia del arte progresa sólo si creemos lo que ponen los libros de historia del arte. Pero las obras de arte son ajenas a toda idea de progreso. Son frutos del espíritu. De Altamira a la antigua China, a nuestra atribulada y temerosa Europa, a través de los siglos y a través delos conflictos, se muestran como productos de un afán de trascendencia. Van más allá de las miserias y nos conciernen personalmente ahora y siempre.

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