Arquitectura y hedonismo
Joan F. Verger Ginard
“Yo nací (perdonadme) en la época de la pérgola y el tenis…”
Jaime Gil de Biedma
A doscientos kilómetros de Londres, hacia naciente, en la costa del Canal, existe un lugar llamado Frinton-On-Sea, una ciudad-balneario con su cielo gris, su playa gris de aguas grises, sus Piers tratando de alcanzar, insolentes, el continente, y ese ambiente relajado y familiar que invita al pensamiento íntimo, a la reflexión y al descanso. O, al menos, así lo recuerdo yo. Personalidades como Winston Churchill o Douglas Fairbanks tenían casa allí y acudían con frecuencia a la ciudad. Y en los alrededores, como un milagro, aparecía un equipamiento deportivo idílico o lo era, al menos, aquel verano de 1979 que rememoro, en que participé en el “66th annual tournament”, un prestigioso torneo de tenis que habían ganado, entre otros, Roger Taylor (1962) , el tenista británico eterno aspirante al torneo de Wimbledon, y el hippy danés de largas trenzas doradas Torben Ulrich (1972). Se trataba del Frinton-On-Sea Lawn Tennis Club, una inmensa extensión de hierba limitada únicamente por el horizonte, perfectamente cuidada y colonizada en exclusiva por redes geométricamente colocadas conformando una playa de pistas de tenis en perfecta formación y armonía. Era como si la intervención humana y la naturaleza, desmintiendo a Hegel, colaboraran para lograr algo muy próximo a la belleza. No en vano junto a Wimbledon, Frinton era considerado como el principal lugar de celebración en el calendario del tenis. A un lado, la casa-club, un conjunto modesto de edificaciones de cubierta de pizarra a cuatro aguas y ventanas de guillotina, dominaba respetuosamente la escena y aglutinaba las actividades complementarias relacionadas con la competición, casi todas ellas dedicadas a acompañar la lectura y el relax propios de las esperas entre partidos, con una taza de té o un sándwich reparador. Todo muy british. Pero qué dulce sensación compartir aquellas plácidas jornadas en ese entorno donde parecía que todo estaba en su lugar, de una atmósfera en la que era difícil separar el placer del propio juego del placer de desarrollarlo precisamente allí, creada con delicadeza, desde el cuidado al mínimo detalle, pues nada faltaba, pero también desde el equilibrio, pues nada destacaba, la sensibilidad, pues nada inquietaba, y la medida, pues nada sobraba. O, al menos, así lo recuerdo yo.
Estos pensamientos acudieron a mí al recordar las sensaciones sentidas en un lugar que, conociéndolo bien, no deja de sorprenderme. Se trata del Mallorca Tenis Club (1962), significativa obra del arquitecto catalán Mitjans Miró. Así como Mitjans no era aficionado al fútbol y eso no le impidió proyectar el magnífico Camp Nou del F.C. Barcelona, tampoco se le conocen especiales vinculaciones con el mundo del tenis, y sin embargo nos deja en esa obra, como también sucedía en el club de tenis de Frinton, una muestra de lo que debe ser la arquitectura pensada para desarrollar en ella una determinada actividad en las mejores condiciones posibles, al margen de actuaciones pretenciosas y retóricas. Es cierto que la topografía del solar donde se construiría el club palmesano, el desnivel existente entre las actuales calles Bernareggi y Ca'n Baró, favorecía el escalonamiento de las diferentes piezas del puzzle que debía conformar la instalación deportiva; pero no es menos cierto que también existían preexistencias negativas que podían afectar al resultado final, como las reducidas dimensiones del solar para el desarrollo del amplio programa previsto, 12.000 m2, y que obligó, por ejemplo, a construir parte de la pista central sobre el torrente de San Magín o a orientar incorrectamente las otras cinco; y el previsible desarrollo urbanístico de la zona, todavía modesto en el año 1962 y que, como así ha sucedido, iba a estrangular el lugar. De ambas exigencias salió el arquitecto Mitjans airoso. En un principio el acceso a la casa-club, colocada en la parte más alta del solar, prácticamente alineada y en contacto con la calle Bernareggi ayudando a conformarla, debía producirse precisamente desde esa calle y por la fachada trasera a través de un patio. Esa opción no llegó a materializarse probablemente debido a la edificación de toda esa calle que impidió crear un espacio abierto de apoyo frente al acceso previsto. En cualquier caso, el acceso definitivo desde la parte baja del solar, la actual calle de Ca'n Baró, atravesando el club de sureste a noroeste, ya demuestra las bondades del proyecto pues, en un espacio tan reducido, consiguió Mitjans mantener, pese a esa circulación trasversal, la intimidad necesaria de los tres equipamientos deportivos creados: las cinco pistas a noreste, la gran piscina en el centro, y la pista central, con el frontón y el squash anexos, al sur. Articulándolo todo, la vegetación creada debía colaborar en la armoniosa convivencia de las partes, desde la protección visual de cada una de ellas respecto de las demás pero también desde la protección visual de todas ellas respecto del exterior. En este punto debo decir que, a mi juicio, uno de los grandes hallazgos del proyecto de Mitjans es, precisamente, el mantenimiento hasta la actualidad de esa sensación de oasis visual de la que goza la instalación deportiva desde cualquier punto de vista. Gracias a la vegetación estratégicamente colocada, la relajante contemplación del conjunto desde cualquier esquina demuestra la habilidad del arquitecto a la hora no sólo de crear un espacio silencioso y discreto para la práctica de un deporte en ese sentido tan exigente, sino también a la hora de prever cómo le afectaría el devenir urbanístico de la zona. Aunque en origen desde las terrazas del club podía verse el Castillo de Bellver, y el azul intenso del cielo aparecía por todas partes, las edificaciones posteriores que lo rodean y que obstaculizan esa visión, quedan reducidas a una presencia casi inapreciable desde el interior, desdibujadas entre palmeras, pinos, algún limonero, olivos, aquella Jacarandá brasileña de flores violáceas, ficus, chopos, yedras trepadoras... y, cómo no, los cipreses, esos testigos erectos que, además de aislar las cinco pistas escalonadas, cumplen una función importante para la práctica del tenis: la creación de los fondos y laterales necesarios para la perfecta visión de la pelota; y es curioso como un personaje ajeno al tenis como Mitjans tuvo presente esta cuestión mientras afamados profesionales construyen pistas sin los fondos adecuados. Detalles quizá pequeños pero que marcan enormes diferencias.
Volviendo a la parte más alta del solar, ésta coincide con la planta baja de la casa-club y frente a ella, al mismo nivel, una gran superficie articula todas las terrazas y la piscina. A partir de ahí, y para optimizar las reducidas dimensiones del lugar, se desparraman en cascada y en diferentes direcciones plataformas escalonadas de usos diversos, como las cinco pistas alineadas, los jardines, el frontón, el squash y la pista central, creando sugerentes vistas de unas sobre otras pero manteniendo la privacidad necesaria entre ellas. Esa pista, la central, dominada desde la terraza principal, con los fondos altos que invitan a la concentración, enmarcada por una grada curvada a poniente coronada por una pérgola de cañizo, y al otro, a naciente, por el grueso de la zona ajardinada, es perfecta para el jugador y para el espectador. Profesionales de la talla de Ken Rosewall, o Manolo Santana pudieron comprobarlo cuando el tenis en la isla era tan solo una anécdota.
El edificio.
Como telón de fondo, imponiendo su horizontalidad y conformando el remate visual del conjunto, se materializa la casa-club desarrollada en tres plantas, sótano más dos, para una superficie construida aproximada de 1.500 m2. La planta superior, muy modificada en el tiempo debido, entre otras cosas, a un incendio, acoge una vivienda, los vestuarios, de los que el femenino conserva aún la distribución y las taquillas originales de madera, y un solarium que permanece intacto, vestigio de tiempos pasados en la concepción de los clubs deportivos de la época. En esta planta se conservan dos elementos de gran belleza, característicos de la obra de Mitjans, y que le dan al club personalidad y misterio; se trata de la celosía que esconde, conformando una segunda piel que genera un espacio intermedio interior-exterior y de circulación entre las diferentes piezas, que permite observar e iluminar sin ser observado, y que mantiene la privacidad necesaria de los espacios que oculta sin renunciar a la sensación de amplitud y trasparencia. Y a un extremo, insinuando la topografía del lugar, aparece a modo de pasarela la maravillosa rampa de dos tramos de acceso al vestuario masculino, pensada para ser recorrida por el jugador desde el propio vestuario hasta la pista dejándose ver, protagonista, observado, narcisista, y disfrutando durante el trayecto de una magnífica vista de todo el conjunto.
La planta baja, que se conserva prácticamente intacta salvo en lo que concierne a la fachada trasera, al patio original hoy desaparecido y al juego de trasparencias que se producía a través de él, contiene magníficos ejemplos de una arquitectura adaptada al lugar y a las funciones previstas. Con una altura muy adecuada respecto a su profundidad, 2,80 m. en toda su extensión, y punteada de los pilotis necesarios para sostener el edificio, está distribuida en su zona más noble mediante ligeros cerramientos de madera con la parte superior acristalada, formalismo que le da continuidad al falso techo y, consecuentemente, amplitud a los diferentes espacios conectados. Entre ellos destaca, como un milagro, la biblioteca con chimenea, en su día poblada de libros dedicados preferentemente, y como es natural, al mundo del tenis.
El salón principal, desarrollado a dos niveles para separar funciones sin obstáculos visuales, acoge en un extremo, a poniente, la barra del bar que actúa como rótula entre el propio salón, la cocina, y un porche de variadas funciones. Todas estas piezas, orientadas a sureste, desde la biblioteca y la sala de juegos anexa hasta el salón principal y el porche, tienen un contacto visual absoluto con el exterior a través de grandes cristaleras; y físico también, a través de ese espacio intermedio tan propio de Mitjans, generado mediante un porche continuo a lo largo de toda la fachada sureste debido al desplazamiento en voladizo de la planta superior; la presencia del patio central desaparecido completaría, en su momento, la escena. Merced a todos estos gestos arquitectónicos logra Mitjans una atmósfera única, donde la propia arquitectura tamiza la luz, distribuye los usos y las circulaciones de una manera natural y se integra en el entorno sin estridencias. Esa misma reflexión se podría extrapolar al conjunto de la instalación deportiva pues, con la perspectiva del tiempo trascurrido, se aprecian aún más si cabe esas virtudes aquí ponderadas logradas desde la modestia elegante mediante un perfecto equilibrio entre función, forma y lugar. O, al menos, así lo he vivido yo.
© D’A digital COL·LEGI OFICIAL D’ARQUITECTES DE LES ILLES BALEARS